Por:Juan Cruz.
Fuente: Periódico El País.
El niño. Le
dijo a Elena
Poniatowska, en una de las cuatro entrevistas que tuvieron, que se sintió
mal de niño: “Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o
siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy
pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente que me veía crecer, se
inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las
nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mí. Yo veía los huecos,
digamos, el espacio que hay entre dos sillas, si puedo usar esa imagen. Y por
eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica”.
La gente. Su
primer libro importante, o ambicioso, Los
premios (1960), está lleno de gente que se va en un barco, de Buenos
Aires a Europa. Gente vulgar, todo tipo de gente. Tiene esta admonición de Dostoievski, nada más
empezar: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo
ponerla ante sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla
siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la
llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se
pierde toda probabilidad de verdad”. Para sintetizar a Dostoievski, así empieza
Los premios: “La marquesa salió a las
cinco —pensó Carlos López—. ¿Dónde diablos he leído eso?”. Estaban en el
London, la cafetería de Buenos Aires, en Perú y Avenida, y a partir de esa
pregunta en la que intervienen los diablos, esa gente empieza a desvariar. El
resultado es la locura, que es la razón envuelta en el misterio.
La noche. Ese
desvarío de Cortázar y
de su gente de ficción alcanza su cima en Rayuela (1964), que fue leída (que es leída) como un breviario
de la soledad y la noche, un monumento literario al amor, a la extrañeza y al
tiempo. Lo preside el juego, pues Cortázar quiere que lo leas como te dé la
gana, pero si le quitas a esta inmensa cebolla literaria toda esa pasión lúdica
que se le atribuye a Julio lo verás solo, despojado, hablando solo y de noche,
en París pero también en Buenos Aires. Como si Rayuela hubiera sido escrita ante el espejo de un hombre
solitario que convoca (como dice Dostoievski) a muchísima gente que, en este
caso, se pregunta cuánto durará un niño. El niño se llama Rocamadour; los
lectores de Rayuela solíamos
vernos en esa criatura indefensa. Y en el niño no era difícil ver también la
metáfora que Cortázar le atribuía a la infancia.
Momias. La
recepción de Rayuela asombró
a Cortázar, a su editor (y amigo) Paco Porrúa, porque entonces (son palabras de Juan Carlos Onetti) por
el mundo literario había (no se han marchado) “infinitas momias”. Cuando Félix Grande le dedicó a
Julio un número especial de Cuadernos Hispanoamericanos (octubre-diciembre de
1980) Onetti se lo dijo en una carta: “(… sin previo aviso, apareció Rayuela. Ahí Cortázar se descolocaba y
colocaba. Se descolocaba de la tradición novelística de nuestros países,
aceptada o robada de lo que se escribía en España o Francia. Su actitud resultó
escandalosa para infinitas momias, rechazo que no lo conmovió porque
deliberadamente se trataba de provocarlo”. Quien no se asombró fue Luis Harss,
el gran escritor argentino que provocó (con Los nuestros) el conocimiento de todos los que, alrededor de Cortázar,
hicieron boom.
Jóvenes. Seguía
Onetti con su entusiasmo secreto y veterano: “Y el autor se colocaba, sin
buscarlo, sin buscar nada más o menos que un entendimiento consigo mismo, al
frente de una juventud ansiosa de apartar de sí tantos plomos, de respirar un
poco más de oxígeno, de entregarse con felicidad a la zona lúdica y sin
respuesta satisfactoria de su propia personalidad”. Esos jóvenes se pusieron en
fila entonces. Pero luego, treinta años después, cuando Cortázar volvió a
reinar en las librerías españolas, tras un interregno que inauguró su muerte
(en 1984), otros jóvenes dieron varias veces la vuelta a la Fundación March de
Madrid para escuchar jazz y palabras en honor de Julio Cortázar; para ese
acontecimiento vino su viuda, Aurora Bernárdez, y el pintor Eduardo Arroyo dibujó
el capítulo 7 de Rayuela, que fue como un banderín de enganche de la
ternura que hay dentro de ese libro de gente perdida en la noche. Ahora de esto
hace veinte años, y Rayuela sigue
como el papel fresco.
Usted. El
editor que creyó en él, que lo condujo, fue Paco Porrúa, que desde hace rato
vive en Barcelona. Estaban trabajando en la revisión de Los premios, era marzo de 1960, y él trataba a su editor todavía de
usted. Y casi jugando llega a otro libro, que le ofrece. “Hace un par de
semanas terminé la revisión de Los
premios, que mandé ya a Sudamericana. Me acordé entonces de lo que me había
dicho usted sobre los cronopios, y me puse a buscar esos papeles que andaban
bastante desparramados por toda la casa, como corresponde a cosas de cronopios.
Pero finalmente aparecieron, algunos salpicados de sopa y otros con evidentes
huellas de taco de goma (…) Ahora que junté todos esos pequeños textos, y los
estuvimos leyendo y criticando con Aurora, tengo la impresión de que no se
excluyen de ninguna manera, aunque reflejan distintas épocas e intenciones. (…)
Si sigue usted con ganas de publicar esas cosas, será cuestión de que primero
me escriba diciendo con su franqueza habitual (y que es la razón (una de las
razones) de mi simpatía por usted) los méritos y deméritos del bicharraco”.
Risa. Así
se iban haciendo los libros; ante Plinio Apuleyo Mendoza (el escritor
colombiano) se asombraba en París, cuando ya tenía 64 años y seguía pareciendo
un niño de dientes separados, de la cantidad de libros que había publicado;
tenía la certeza, decía, de que eso debía constituir un error, “no son míos”.
Los iba haciendo así, como si fueran bicharracos pintados desde dentro pero con
risa. Así hizo La vuelta al día en
ochenta mundos (1967); con la ayuda de su amigo el pintor Julio Silva
(que hizo la portada, los interiores) no sólo lo escribió sino que lo
construyó, como quien dibuja una rayuela. Todo lo que tocaba o recortaba, todo
lo que veía viajando o sentado, todo lo que le inspiraba el exterior, se
convirtió en literatura. Como si el niño que siempre fue le llevara la mano y
le hiciera recortables. Así hizo también, con las fotos tremendas de Antonio
Gálvez, Prosa del observatorio (1972).
En esos dos libros están sus descubrimientos y la gente, miradas para que
permanecieran aún siendo vulgares, o extraordinarias.
Fin. El
fin vino después de varias tristezas, la muerte de Carol Dunlop, su propia
enfermedad. Mario
Muchnik, su amigo y editor, lo invitó a su molino de Segovia. Cortázar
podía ser circunspecto o alegre, pero en ambas actitudes conservaba la mirada
del niño que fue, asustado o curioso. Aquí, sin embargo, en su último viaje
español, su mirada era esencialmente la de la tristeza. Muchnik lo retrató en
una fotografía inolvidable en la que Julio aparece escribiendo sin decir cómo
le habían sobrevenido el tiempo con su noche. Aquel niño que fue siguió con él,
un animalito metafísico buscando el hueco
No hay comentarios:
Publicar un comentario