lunes, 15 de agosto de 2011

EL JUEZ ELOY VELASCO Y LA MASACRE DE LOS JESUITAS. LA DOCUMENTACIÓN (V ENTREGA). LA AMPLIACIÓN DE LA TANDONA Y EL ALTO MANDO.


El 16 de noviembre de 1989, los asesinatos de los seis jesuitas, su empleada de hogar y la joven hija de ésta provocaron una crisis en las relaciones con los Estados Unidos, su principal socio financiero durante la guerra civil, e importantes divisiones en el propio ejército.
Esta crisis contribuyó a la apertura del caso y a evitar que se tapase por completo.
En lo que respecta a la colocación de pruebas falsas en la escena del crimen, el ministro de Defensa Rafael Humberto Larios, el coronel Elena Fuentes y otros imputados en esta causa culparon de inmediato al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de los asesinatos. El Presidente Alfredo Cristiani también culpó al FMLN y envió al viceministro de Defensa Juan Orlando Zepeda y al jefe del Estado Mayor René Emilio Ponce a Washington a convencer al Congreso de Estados Unidos de que efectivamente el FMLN era el responsable del crimen.
Al principio los oficiales veteranos pensaron que podrían protegerse y evitar “cualquier (otra) implicación militar en el crimen o en el intento posterior de taparlo todo”, “creyendo que el interés de EE. UU por proseguir con el caso de los jesuitas se desvanecería eventualmente”. Sin embargo, mientras la embajada de EE. UU intentaba averiguar la verdad sobre los asesinatos, el conocimiento sobre la implicación militar en el mismo era un secreto a voces entre el ejército. Algunas tropas lo supieron la misma mañana de los asesinatos y en apenas dos semanas todos, incluso los oficiales más jóvenes, sabían que el ejército era el responsable de la masacre.
Con el fin de asegurar el encubrimiento del crimen y promover con éxito una campaña de desinformación, se destruyeron pruebas importantes (el coronel Benavides y su teniente Mendoza tomaron la decisión de quemar no solo los libros de registro de entradas y salidas de la Escuela Militar de esa noche sino todos los libros de registro correspondientes a ese año) y se envió un mensaje muy claro a los subordinados: “quien hable o revele algo sobre los asesinatos será castigado”, y se debía responsabilizar al FMLN por los mismos.
Desde ese momento, se ejerció gran presión con el fin de mantener el silencio y un clima de miedo dominó al ejército, de modo que durante un breve periodo el encubrimiento pareció funcionar.
Pero no fue así. Varios de los sacerdotes asesinados en la Universidad Centroamericana Simeón Cañas (UCA) eran muy conocidos y admirados en EE. UU., sobre todo por miembros del Congreso, estudiosos, periodistas y diversos líderes religiosos. Todos ellos eran distinguidos profesores universitarios además del rector, Ignacio Ellacuría, el vicerrector Ignacio Martín Baró y el fundador del Instituto de Derechos Humanos de la UCA, Segundo Montes.
Cuando apenas había transcurrido un mes desde los asesinatos, el portavoz de la Cámara de los Representantes ordenó la creación de un Grupo de Tarea (Grupo de Tarea de Moakley) con el objetivo de investigar estos crímenes. Más tarde, el Congreso de EE. UU decidió que más del 50% de la ayuda norteamericana a las Fuerzas Armadas estaba condicionada a la identificación y enjuiciamiento de los asesinos de los sacerdotes y de las dos mujeres.
No sería una tarea fácil. Las Fuerzas Armadas salvadoreñas, a pesar de que el testimonio de Lucía Barreda de Cerna les implicaba en los asesinatos, habían gobernado el país de facto desde 1932 y estaban acostumbradas a estar por encima de la ley. La institución más poderosa del país, el ejército, se había convertido en el mayor socio de una pequeña elite económica que había controlado el poder y el dinero en El Salvador a lo largo de los años. Mientras continuó esta relación tan estrecha entrelazada durante la guerra civil de los ochenta, “La Fuerza Armada” estableció leyes propias válidas solo para ella.
Al tratarse de la dictadura militar más larga y continuada de Latinoamérica, los oficiales militares veteranos habían desarrollado una visión exagerada de su propia independencia y de sus privilegios, que persistían más allá de la imposición estadounidense de un presidente civil electo en 1984.
Los jesuitas (Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amado López, Joaquín López y López), Julia Elba y Celina Ramos fueron unos de los al menos 75.000 civiles desarmados que murieron en esta guerra, que fue mucho más violenta que los conflictos más conocidos de Chile y Argentina.
Se estima que un 85% de estas muertes pueden atribuírseles al ejército y a las fuerzas de seguridad. A pesar de estos antecedentes, ningún oficial veterano había sido condenado nunca por violaciones de derechos humanos. En vez de eso, lo más común eran los encubrimientos; los testigos, abogados y jueces morían, muy convenientemente; y la fuerte presión exterior que se ejercía para acabar con la impunidad probó ser relativamente inútil. Así que la mayoría de los observadores más instruidos predijeron que solamente algunos chivos expiatorios de bajo escalafón (o nadie en absoluto) serían declarados responsables de la muerte de los Jesuitas.
Las expectativas cambiaron de forma drástica cuando un oficial del ejército del EE. UU., el Mayor Eric Buckland, irrumpió en el caso al informar a sus superiores en enero de 1990 de que el director de la Escuela Militar, el Coronel Guillermo Alfredo Benavides, había dado la orden de matar a los jesuitas.
Las revelaciones de Buckland fueron especialmente explosivas porque dicho oficial, el Coronel Benavides, era miembro de la “Tandona”, la excepcionalmente amplia y poderosa promoción (o tanda) de 1966 de oficiales que prácticamente ocupaban todos y cada uno de los principales puestos de mando de las Fuerzas Armadas en la época en la que asesinaron a los jesuitas.
El ejército salvadoreño, a diferencia de otras instituciones militares, se organizaba en tandas o promociones, en las que los grupos de oficiales permanecían juntos durante su formación, se les nombraba a todos a la vez y posteriormente se les promocionaba al siguiente rango también en grupo, independientemente de sus méritos y de su rendimiento.
La idea que subyace en el sistema de tandas es la de autoprotección y de las recompensas financieras que se obtienen siendo leal al grupo; y a la promoción de 1966 se la conocía especialmente por “la lealtad prácticamente inquebrantable de sus miembros”.
Tradicionalmente, el poder rotaba de una tanda a otra, un sistema que permitía que todos los oficiales se turnasen para recoger las prerrogativas pecuniarias. El sistema de tandas era el pegamento de lo que un analista llamó “un West Point estilo mafioso totalmente fuera de sus cabales”. Ahora le tocaba a la Tandona. Tal como declaró un asesor militar estadounidense: “Tenían todo el poder bien tapado con hormigón. Lo tenían todo”.
El escándalo generado por el asesinato de los jesuitas puso en peligro el extraordinario poder de la Tandona. La Tandona de 1966 tenía la máxima concentración de poder que jamás había tenido una única promoción de oficiales. Formados en una dictadura militar, a estos oficiales se les había enseñado a asumir que gobernarían, una posibilidad sobre la que habían estado debatiendo desde al menos 1980.
Como promoción era famosa por poner los intereses de la Tandona por encima de todo, incluso por encima de la propia institución militar – una práctica que les había costado una advertencia pública, cosa poco frecuente, por parte del jefe saliente de las Fuerzas Armadas General Vides Casanova.
La corrupción en la administración de los billones de dólares de la ayuda estadounidense era legendaria. Los oficiales veteranos se inventaban “soldados fantasma” y se metían en el bolsillo los salarios de estos impostores bajo su mando, mantenían en nómina a soldados fallecidos para que los oficiales veteranos pudiesen cobrar sus sueldos y forzaban a los reclutas a comprar comida cara, uniformes nuevos e incluso abrillantador de botas a beneficio de sus comandantes.
La corrupción y la protección de cualquier violación de los derechos humanos descansaban en un estricto “código de silencio” que abocaba en una total impunidad en los procesos judiciales. Al haber señalado al Coronel Benavides, un miembro de la Tandona, como involucrado en los asesinatos, se puso en peligro la unidad de las Fuerzas Armadas y la posición de poder de la Tandona.
Al final, el alboroto político causado por las declaraciones de Buckland demostró ser más fuerte que los intentos por ocultar completamente el tema o que la coacción manifiesta para detener la celebración del juicio. Al principio, el liderazgo de la Tandona, formado por ocho miembros conocido como “compadres” reunidos en uno de sus encuentros habituales para tomar decisiones, intentaron ayudar al coronel Benavides. A consecuencia de esto, el Jefe del Estado Mayor René Emilio Ponce escogió a uno de los suyos, el director de la Policía Nacional, Dionisio Ismael Machuca, para ser parte de una “Comisión de Honor” que investigaría el crimen.
Esta comisión liderada por el coronel de la Fuerza Aérea Rafael Antonio Villamariona sustituyó a la Unidad de Investigaciones Especiales originalmente establecida con el apoyo de los EE. UU. Durante la investigación de la Comisión de Honor, en la sede de la Dirección General de la Policía Nacional, algunos de los jóvenes oficiales implicados en el crimen fueron amenazados y obligados a confesar, entre ellos el teniente Mendoza Vallecillos, el teniente Espinoza, y el subteniente Guevara
Cerritos. Posteriormente sus declaraciones fueron “corregidas” por Rodolfo Antonio Parker Soto, abogado y asesor jurídico del Estado Mayor, y también miembro de la “Comisión de Honor”. Parker se aseguró que todas las menciones a las órdenes superiores hechas por los interrogados se eliminaran así como referencias a algunos oficiales que participaron de los hechos. El informe de la Comisión de Honor omitió toda referencia a las órdenes recibidas por el coronel Benavides.
Ponce también contrató a un amigo personal, al abogado Carlos Alfredo Méndez Flores como representante legal de Benavides a quien pagó con fondos del ejército.
Este esfuerzo se llevó a cabo para sofocar cualquier intento de investigar a oficiales superiores. Esto se hizo especialmente obvio cuando el abogado intentó proteger a Benavides a expensas del subdirector de la Escuela Militar el teniente coronel Carlos Camilo Hernández y de las tropas que participaron en el crimen.
Cuando Camilo Hernández rechazó ser el chivo expiatorio de un oficial más veterano, las amenazas de muerte a su tío y un intento posterior de asesinarle garantizaron su cooperación. Posteriormente se le acusó de destruir pruebas vitales: los libros de registro de la Escuela Militar.
Estos hechos intensificaron las tensiones en el ejército entre oficiales jóvenes y los más veteranos pues estaba claro que se iba a hacer responsable del asesinato sólo a los militares de rango inferior. Por ejemplo, uno de los miembros del batallón Atlacatl que pudo escapar y posteriormente dio declaraciones en México, Jorge Alberto Sierra Ascensio amenazó con señalar al Vice Ministro Juan Orlando Zepeda como el “autor intelectual y el supervisor táctico” del asesinato.
En 1991 se procesó a varios militares por los asesinatos perpetrados en El Salvador. Este proceso judicial fue un proceso defectuoso y muy criticado que acabó con dos condenas forzadas y la absolución de incluso asesinos confesos. En el año 2000, el Tribunal Supremo de El Salvador rechazó un nuevo intento de reabrir la investigación impulsado por los familiares de las víctimas.
En efecto, tras una enorme presión externa para que se emitiese veredicto, en 1991, al coronel Guillermo Alfredo Benavides se le declaró culpable de los ochos asesinatos y al teniente René Mendoza Vallecillos, también de la Escuela Militar, de asesinar a la hija de la empleada de hogar, Celina Ramos aunque de hecho otros soldados dispararon. Pero la sentencia absolvió a siete de los nueve hombres que habían sido acusados en un principio, incluidos los asesinos confesos.
Tan increíble fue la sentencia absolutoria de los verdaderos asesinos, todos miembros de la unidad de elite del batallón Atlacatl, que el gobierno de España y los observadores norteamericanos presentaron cargos por manipulación del jurado. El Tribunal de Apelación de Séptimo Circuito de Estados Unidos, al examinar este juicio conjuntamente con otro caso distinto, lo definió como "una parodia de la justicia”.
El resultado del proceso se resumía en la condena de un coronel y un teniente.
Por otro lado estaba destinado a aplacar a sus apoyos en EE. UU sobre todo después de que el embajador William Walker le dijo a los líderes del gobierno que sería un “suicidio político” para ellos si Benavides no era condenado.
Además, estaba destinado para suavizar la intensa ira del ejército. Miembros de la Tandona furiosos por el hecho de que se estaba celebrando un juicio se negaron testificar, rechazaron la idea de que un oficial superior hubiera sido condenado e intimidaron abiertamente al Tribunal. Oficiales más jóvenes, ofendidos por el daño hecho a las Fuerzas Armadas querían asegurar que toda la responsabilidad no recaía sobre los soldados que cumplían órdenes. El acuerdo fue elegir un culpable de cada rango, quienes, y no fue coincidencia, no ocupaban posiciones de combate ni tenían tropas bajo su mando, lo que posiblemente generaría menos descontento entre el poderoso alto mando.
Esto no fue muy difícil si tenemos en cuenta que el abogado contratado por Ponce elaboró las listas de jurados. Más tarde, una vez el informe de la Comisión de la Verdad publicó como responsables del asesinato los nombres de los miembros del alto mando, la Asamblea Legislativa de El Salvador dominada por el partido ARENA aprobó una ley de amnistía general que conllevó la liberación de los dos únicos condenados (cf. Decreto Nº 486, Ley de amnistía general para la consolidación de la paz [El Salvador], 20 de marzo de 1993, disponible en: http://www.unhcr.org/refworld/docid/3e50fd334.html).
En lugar de servir los 30 años de la condena, el Coronel Benavides y el teniente Yusshy Mendoza fueron liberados después de solo 15 meses en prisión.
El Coronel Guillermo Alfredo Benavides Moreno no pudo haber actuado solo.
También comparten esta opinión los extranjeros que mejor conocían los cuerpos de oficiales en esa época: el jefe de la Misión Militar estadounidense, el coronel Milton Menjívar, y Janet Elmore, funcionaria política de la Embajada de EE. UU.
El Grupo de Tarea de Moakley, la investigación más concienzuda del Congreso de Estados Unidos realizada hasta la fecha, coincide con este parecer, al igual que muchos salvadoreños que están convencidos de que otros oficiales veteranos están implicados en las muertes de los jesuitas.
Según los informes de inteligencia no disponibles en la época de la instrucción de los asesinatos, los propios colegas del coronel Benavides insistían en que nunca habría actuado sin autorización previa de al menos uno de los líderes de la Tandona y en que nunca lo habría hecho por su cuenta. Los oficiales veteranos declararon que Benavides, que nunca había liderado un batallón de combate, era “el oficial del que menos se hubiesen esperado su implicación en un acción tal” y sus propios compañeros de promoción le describieron como una persona “con un historial de no ser capaz de tomar decisiones de mando importantes”.
Carecía del liderazgo agresivo necesario para organizar un crimen tan drástico por su propia cuenta y riesgo. Los oficiales jóvenes observaron su implicación con “incredulidad” mientras un grupo de capitanes declaró categóricamente que Benavides “actuó por orden del Alto Mando cuando mató a los jesuitas”.
Además, muchos oficiales veteranos sabían y aún saben hoy, exactamente quién ordenó los asesinatos - "un hecho que probablemente supo el resto de la Tandona a las pocas horas de que hubiera sucedido". Conocían la decisión sobre los asesinatos la Dirección Nacional de Inteligencia de El Salvador, miembros de la Primera Brigada de la Policía Nacional, miembros del batallón Atlacatl, Policía de Hacienda y otras fuerzas destacadas en los alrededores de la UCA y por ello, el Estado Mayor conjunto, con Ponce a la cabeza, tenía que saberlo.
Había 350 soldados en el área de seguridad de la UCA y se realizaron constantes visitas entre los altos cargos del Estado Mayor, el Ministro de Defensa y la Escuela Militar que se encuentran a pocos metros de distancia. La UCA está en línea recta, a unos 500 metros de distancia del edificio del Estado Mayor.
La Tandona, que originariamente conformaban 47 oficiales veteranos, eran aproximadamente en ese momento 27, pero solo unos veinte ocupaban cargos en servicio activo, y tomaban decisiones clave por consenso.
Entre estos estaban: el Viceministro de Defensa Juan Orlando Zepeda, el Viceministro de Defensa para la Seguridad Pública Inocente Orlando Montano, el Jefe del Estado Mayor René Emilio Ponce, el Subjefe del Estado Mayor Gilberto Rubio, el Comandante de la Primera Brigada Francisco Elena Fuentes, el Jefe de Plaza Juan Carlos Carrillo Schlenker, y posiblemente el Director de la Policía Nacional Dionisio Ismael Machuca.
Un oficial muy veterano explica su conocimiento de los hechos y su culpabilidad de este modo: “Los cuerpos de oficiales salvadoreños son una pequeña fraternidad. Los cotilleos profesionales ocurren con naturalidad en estos cuerpos en los que todos los oficiales tienen un historial que todo el mundo conoce. A cualquier miembro que esté “fuera de la red” de los círculos de la Tandona de estos trascendentales asesinatos (cosa improbable), seguramente le habrán llegado cotilleos a través de los canales verticales (por ejemplo, a través de un subordinado de confianza)”.
El propio coronel Benavides contó a su familia que le habían ordenado matar a los jesuitas, y en un documento de la CIA al que no se había podido acceder hasta ahora, declara que estuvo a punto de señalar al Jefe del Estado Mayor René Emilio Ponce como el comandante que ordenó los asesinatos.
La Comisión de la Verdad para El Salvador, que formó Naciones Unidas como parte el acuerdo de paz, coincide en que los escalones más altos del ejército ordenaron los asesinatos. Esta encontró: “…pruebas materiales de que en la noche del 15 de noviembre de 1989, el entonces coronel René Emilio Ponce, en presencia y en complicidad con el general Juan Rafael Bustillo, el coronel Juan Orlando Zepeda, el coronel Inocente Orlando Montano y el coronel Francisco Elena Fuentes dieron la orden al coronel Guillermo Alfredo Benavides de matar al Padre Ignacio Ellacuría y de no dejar testigos. Con este propósito, se permitió al coronel Benavides hacer uso del batallón Atlacatl, al que dos días antes se había enviado a buscar el domicilio de los sacerdotes.”

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