A continuación la opinión de Rubén Blades.
RUBÉN BLADES/Cantante y ex ministro de Panamá.
Empiezo por comentar lo obvio: la igualdad, como la interpretamos los seres humanos, no existe en la naturaleza. El concepto de igualdad es parte del esquema de control desarrollado por la capacidad intelectual de la sociedad humana, en forma de leyes y normas de conducta general, dirigidas a regular y limitar nuestras acciones, en un intento por mitigar las consecuencias del egoísmo intrínseco a nuestra especie, no necesariamente como una propuesta ética, sino más bien con el propósito de proteger vidas y hacienda.
Podríamos decir, entonces, que el origen del concepto de acceso a la oportunidad, como elemento indispensable para producir la posibilidad de igualdad, no es natural, es una creación del intelecto. Comencemos por aceptar esto, como punto de partida realista, si pretendemos hacer una discusión responsable acerca de un asunto tan sensitivo como el que se ha propuesto.
¿Cómo evitar transmitir/heredar desigualdades que condenen a generaciones a la pobreza? Se me ocurren dos posibles causas de la situación actual. Una, los gobiernos no ofrecen suficientes oportunidades de acceso a salud, educación, ámbitos de vida adecuados, trabajo y/o condiciones económicas; otra, la población se rehúsa a utilizar las oportunidades, cuando las tiene. Algunos individuos fracasan, aún teniendo las oportunidades a la mano. Eso significa que la responsabilidad ha sido sólo suya.
Tal apreciación nos lleva a pensar que el problema de la desigualdad social puede también ser discutido desde otra perspectiva: no es suficiente crear la oportunidad para que se produzca el efecto positivo. Aún cuando se ofrezca igual oportunidad a todos, en igualdad de acceso y con iguales reglas de juego, la oportunidad sólo ofrece la posibilidad de que se produzca un efecto, pero no lo garantiza. En todo caso, nuestra actitud sobre la desigualdad resulta hipócrita, porque somos indiferentes al dolor ajeno, cuando consideramos que es resultado de una irresponsabilidad personal. El argumento de la transmisión de la desigualdad, tiene que examinarse también desde una óptica espiritual, y no sólo estrictamente económica, o política.
Existen seres humanos que aceptan ser tratados, injustamente, con desigualdad. ¿Por qué? Por un problema de baja auto-estima, que se origina en la etapa de formación individual, que tiene su génesis dentro del seno familiar. La desintegración de la familia, el abandono de valores comunes antes compartidos, la corrupción y la mediocridad de los grupos políticos y la ausencia de un liderazgo social responsable e inspirador, es acompañado por un continuo bombardeo de medios de comunicación convertidos en instrumentos para el entretenimiento y el consumismo irracional. El aspecto de la herencia genética, incluyendo la inteligencia emocional, tema importante que aún no puede ser discutido con la suficiente amplitud, también probará en el futuro ser un factor importante en la aparición de conductas inmóviles, disociativas, carentes de solidaridad humana.
Por el momento, creo que el problema central tiene varias aristas: la negación del acceso a la oportunidad para todos, la desintegración de la familia y su secuela de ausencia de valores comunitarios y entrenamiento social primario, y finalmente, la desaparición de la vergüenza social y de las consecuencias personales que anteriormente producían los actos de anti-solidaridad cívica. Hoy, la base moral ha sido sustituida por la adopción de "anti-valores" convertidos mágicamente en paradigmas debido a la ausencia de repudio comunitario, y por las deseables consecuencias económicas que produce su ejercicio. Resulta mas fácil persuadir a todo un país para que vaya a la guerra, que disuadir a una persona para que deje de fumar y salve así su vida.
Vivimos en lo que parece una constante hipocresía. Pretendemos, por ejemplo, resolver el problema de Haití concentrando el esfuerzo exclusivamente en la reconstrucción física del país, sin aceptar que lo que subyace bajo la epidermis social de ese pueblo es un conflicto espiritual e intelectual histórico. En Haití, la transmisión de la desigualdad fue producto de la ausencia de oportunidades, como consecuencia de la extraña y colosal incapacidad política de sus dirigentes; pero también debió ser alimentada por la aceptación, por parte de la población, de que la condición de desigualdad es su destino común y la convicción de que no existe otra salida. Si no, ¿cómo explicar la aparente docilidad demostrada, ante la brutal y avasalladora pobreza en la que han vivido por centurias?
Hace poco concluí un período de cinco años como Ministro de Turismo de mi país. Durante ese tiempo sostuve cientos de reuniones con miembros de distintas clases populares, discutiendo la posibilidad de que se integraran al desarrollo de la actividad turística a nivel nacional. Para ello, incluso desarrollamos programas para que jóvenes pandilleros abandonaran su vida delictiva y se entrenaran como Asistentes Turísticos. En esos cabildos públicos repetí constantemente que, en Panamá, nuestros padres nos alentaban a estudiar "para así obtener un mejor nivel como asalariado".
En mi caso particular, nunca me dijeron "estudia para que seas un empresario exitoso", porque esa posibilidad estaba fuera de las alternativas de mis padres. Sin embargo, sí pudieron entregarme una formación espiritual e intelectual que me abrió posibilidades, y allí es donde encuentro la diferencia; me ofrecieron las herramientas necesarias para ser empresario mediante el cultivo del sentido de responsabilidad.
El acontecer social en la actualidad es radicalmente diferente. La gente, especialmente en los sectores más pobres, tienen hijos que no pueden mantener y para cuya crianza no están preparados. Para conducir un auto se requiere de un permiso especial, sin embargo cualquiera puede tener los hijos que quiera, no importa si tiene la capacidad para cuidarlos y formarlos como ciudadanos. En muchos de estos hogares se espera la obtención de la satisfacción, sin esfuerzo, responsabilidad, ni consecuencias; una especie de derecho que no se fundamenta en méritos.
¿Cómo podemos esperar que no continúe el problema de la desigualdad, sin una dirigencia política responsable y sin una familia que oriente, dirija y proteja a su prole? Los sobrevivientes de ayer, representamos hoy a una generación que ha terminado hablando sólo para sí misma, blandiendo valores desfasados, argumentando conceptos diluidos con palabras cuyo valor carece del apoyo moral que una vez existió, en un mundo diferente, balbuceadas ante una audiencia espiritualmente indiferente y distinta.
La desigualdad se sustenta con la ausencia de espíritu y amor propio. La creación de una sociedad justa no es posible en manos de gente irresponsable, sin auto-estima, sin capacidad solidaria, sin amor por sus raíces y sus vecinos, sin un proyecto nacional que haga parte de nuestra saludable dosis de egoísmo, tan necesaria como esencial. Todavía vivimos bajo el influjo de argumentos demagogos y absurdos, que aseguran, con una simpleza insensata, que el pobre es bueno porque es pobre y el rico es malo porque tiene más. La desigualdad, hoy, no se puede atribuir sólo a la insaciable glotonería capitalista, aunque es indiscutible que ésta fue artífice y sostenedora de su inicial creación y desarrollo.
Para alterar la transmisión de la desigualdad se requiere, además de voluntad personal, elementos fundamentales como la garantía del acceso general a la oportunidad, la credibilidad del liderazgo político, revisiones a los códigos normativos que re-planteen deberes ciudadanos y las relaciones económicas y laborales, honestidad cívica y ejemplos positivos y constantes.
Lo que esta discusión no puede ignorar es que tenemos que definir, como sociedad, qué hacer con quienes fracasan porque simplemente rechazan o mal utilizan las oportunidades que le han sido ofrecidas. En las leyes de la naturaleza la consecuencia es la muerte, sin lamento comunitario. Bajo las leyes humanas decretamos un abandono cívico que produce en el sobreviviente la posibilidad de acceso al crimen y al vicio, y en nosotros el deterioro de nuestra capacidad de solidaridad y del espíritu personal y comunitario.
Resumiendo. Se hace necesario que el Estado formule una respuesta y que defina cuál será el destino de los auto-abandonados, los "fracasados". Habrá que crear una nueva institución social que asuma el rol formativo de los individuos que nacen náufragos de la desintegración de la familia moderna, o por la irresponsabilidad o abandono de los padres. La pregunta es, ¿desea el pueblo facultar a su gobierno para asumir la responsabilidad requerida, demostrando solidaridad social hacia su familia, hacia sus vecinos, hacia el país y el resto del mundo? ¿Acepta el pueblo pagar por el proceso de ayuda a los abandonados y los acepta como iguales, apoyando su reinserción social aún a expensas de su propio egoísmo o beneficio personal?
Miremos el caso de Haití, la mejor muestra de un momento de oportunidad desperdiciado, convertido en un ejemplo del mayor desastre social del Hemisferio Occidental. Mucho discurso, canciones, donaciones, planes y estrategias, con billones de dólares, y al final, ¿qué?
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