Familiares de David, el día del entierro. Foto D1. Salvador Sagastizado.
Fuente: Diario1.Al niño de 11 años no sólo los pandilleros de la 18 lo partieron en pedazos. Otra pandilla, la MS, no respetó su entierro. Querían asesinar a otro joven.
Aunque en su oficio poco lo conmueve, esta vez el ayudante de la funeraria lloró desconsoladamente. Para meter en el ataúd a ese niño, debieron remendarlo y juntar sus pequeñas partes de nuevo.
Los mareros no tuvieron escrúpulos. Mucho menos
mostraron una pizca de piedad cristiana. A David Ernesto Orellana, el niño de
11 años que un grupo de mareros asesinó en una comunidad del cantón El Limón,
en San Pedro Perulapán, lo dejaron como si fuese un picadillo humano.
Esto no es amarillismo. Pero a ese niño le
cortaron la cabeza, le mutilaron sus manos y le arrancaron su tronco. Por eso
es que el ayudante de la funeraria lloró sin tregua cuando se propuso
reconstruir el cuerpo para que, al menos, su abuela lo pudiera ver entero. De
ese tamaño es el problema de violencia en el país.
Dicen que el niño pudo salvarse: su madre envió
$16 mil al país para que un coyote se lo llevara para Estados Unidos.
Pero el día que el coyote pasó por él, y su
hermana, David no quiso subirse al auto. Dijo que se quedaría para cuidar lo
poco que le quedaba: su abuela, la misma que se desmayó el día que lo
sepultaron y ahora dice que no quiere vivir más.
Su hermana sí se fue con el coyote para Estados
Unidos, aunque no sé si llegó o no a ese territorio.
Pero muchos creen que si hubiese acompañado al
coyote, quizá estaría vivo.
Ni siquiera un entierro tranquilo
Familiares y amigos del niño, durante el entierro. Foto D1. Salvador Sagastizado.
Yo estuve en el entierro de David. Ahí supe, entre
la gente, hechos que nadie ha narrado sobre ese niño. Una pandilla lo mató y,
sin saber hasta el momento por qué, otro grupo pandilleril −la MS− intentó
impedir que sepultaran el cuerpo.
Ahí, en el cementerio, escuché a la rendida abuela
decir, sobre una piedra: “si yo dejo de comer, bien me muero en un año. La
verdad es que yo ya me quiero morir”. Esto fue el domingo, cuando partió el
cortejo fúnebre que acompañó el cuerpecito de David.
El ataúd era seguido por una caravana de seis
vehículos, incluso hasta un autobús del que me colgué. Unas 120 personas
caminaban detrás del cuerpecito. La gente se conmovió. Los lugareños fueron al
sepelio.
Luego subimos cuesta arriba durante unos 15
minutos. Más tarde, el féretro era acomodado en unas patas metálicas, mientras
un pastor comenzó a decir:” El niño no está muerto. Está en las manos del
Señor. El tiene vida eterna”.
Unos cantaban. Otros lloraban. Algunos niños,
amigos de David, me conmovieron. Una niña, de piel morena, decía: “yo me quiero
ir con él. ¿Por qué se lo llevó Dios?”
Su madre le respondía: “Davicito quiere que usted
estudie y desde el cielo la va a cuidar”.
Después, los empleados de la funeraria dieron la
orden de depositar el ataúd con la ayuda de dos sogas. Pocos segundos después
se desmayó la abuela de David.
Pero, de pronto, estalló el caos. El ambiente se
cargó de angustia y tensión. No había nadie sin los nervios perturbados.
Confieso que los míos visiblemente se alteraron.
La abuela de David es auxiliada por familiares. Foto D1. Salvador Sagastizado.
Y todo eso ocurrió cuando alguien dijo que abajo
del cementerio estaba estacionado un pick up con mareros armados de la Mara
Salvatrucha (MS).
Entonces estallaron los gritos de algunos:
-“¡Ay Dios mío, nos van a matar!”, gritó una
anciana. “Se quieren llevar a uno de nosotros”, dijo otra mujer.
Esos pandilleros no respetaron, siquiera, el
entierro, así como tampoco el dolor de los familiares de David, a quien la
pandilla rival (la 18) mutiló con toda la saña junta.
Ante la alerta, unas 30 personas se adelantaron y
comenzaron a salir del cementerio: “Por Dios, aquí no nos dejan ni sepultar
nuestros muertos”, alegó un anciano.
Pero mientras unos huían de los sujetos armados,
otros le avisan a los dolientes que debían irse de ahí.
Y entonces corrió la versión que los hombres
armados estaban, cementerio abajo, porque querían llevarse también a otro joven
que asistió al entierro.
Otra persona profundizó el aviso: los mareros
comenzaron a caminar hacia el sitio donde acaban de sepultar al niño David.
Entonces se extiendió el horror: “¡nos van a matar
a todos!”, gritó una mujer. Y pidió que alguien llamara a la policía.
Esa misión la cumplimos varios. Sacamos nuestros
teléfonos y comenzamos a llamar a los puestos policiales más cercanos.
En los puestos policiales de San Pedro Perulapán y
Santa Cruz Michapa, así como en la delegación de Cuscatlán, se nos dijo que las
patrullas pronto llegarían. Nos pidieron que tratáramos de calmar a la gente.
Pasaron veinte minutos que se me hicieron eternos.
Alguna gente se refugió en una tienda. Otros repetían que los mareros estaban
cerca dispuestos a acabar con cualquiera si no entregan al joven que querían.
Unos dicen que contaron a los mareros armados. Dicen que eran diez.
Pensé, en esos momentos, que la situación del país
es tan grave que hasta los entierros tendrá que proteger la policía. Así de mal
está el país.
Después recordé que durante la Semana Santa
pasada, ene se mismo municipio, otros pandilleros atacaron la procesión de un
Vía Crucis a balazos. Casi junto al sacerdote mataron a otro joven.
Eso me hacía creer que los mareros no respetarían
ni siquiera el recuerdo de David.
El pastor hizo otro negro anuncio: “Estamos
rodeados. No nos queda más que salir caminando en fila india y rogarle a Dios
que nos acompañe”.
Y entonces comenzamos a caminar despacio, sin
ruido, por una vereda, encomendando nuestras almas a Dios. La verdad es que
hasta el pastor le temblaban las manos.
Otro anuncio
Familiares y amigos se disponen a huir. Foto D1. Salvador Sagastizado.
Pero tan pronto como empezamos a caminar, tres
mujeres llegaron, junto a un joven, que, sin tragar saliva, espetó: “a mí es a
quien quieren matar”.
Poco antes, los mareros le dijeron que con él
querían hablar y que debía separarse. Al hombre lo abrazaron las mujeres con
las que llegó y así escapó de la muerte. Bueno, al menos eso creo yo, dos días
después.
Segundos después, al joven le colocaron una toalla
en la cara, para que los mareros no lo identificaran entre la multitud.
Al parecer, el pecado de ese joven es que, hace
algún tiempo, convivió con la mujer de un pandillero, quien por ese motivo
ahora se quiere deshacer de él.
Pasa el tiempo. Poco a poco la gente se dispersa.
Y tan rápido como podamos, cada uno de nosotros se sube al bus. Otros se
encaraman en los pik ups.
El autobús arranca. Las mujeres gritan que cierren
las puertas. No hay una sola alma que no esté atemorizada.
Unos kilómetros más adelante aparece, de pronto,
una radiopatrulla. Transportaba a soldados y policías. Aseguran que llegaron
tarde porque se les pinchó una llanta del vehículo.
Y entonces, mientras recuperaba la respiración,
recordé que David le decía a su abuela: “usted va a llegar a los noventa años,
yo no paso de este año”. Parecía que el niño tenía una premonición.
Ese niño fue privado de su libertad el viernes 11
de julio. Sus verdugos lo torturaron. La policía cree que una decena de
pandilleros estuvieron detrás del crimen. ¿Por qué lo mataron? Es probable que
David fue testigo de alguna conducta inapropiada de ellos.
El día que David desapareció, salió de su escuela
y pasó a comprar tortillas para su abuela. Todos los días lo hacía. Pero, ese
día desapareció y nadie lo volvió a ver con vida.
El resto lo sabemos todos: al niño lo
acuchillaron. Lo partieron en pedazos. Lo arrastraron. La carita mostraba las
huellas de cómo lo arrastraron por el suelo.
Pocos saben por qué murió David. Pero nada, absolutamente nada, justifica esa muerte. Menos se puede justificar que la violencia sea tan enceguecida en nuestro país.
Una de las patrullas que intentó auxiliar a los familiares y amigos de David. No alcanzó a llegar porque se pinchó una llanta del pick up. Foto D1. Salvador Sagastizado.
Antes de ser sepultado. Foto D1. Salvador Sagastizado.
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